A punto
estaban de cumplirse dos años de la marcha de Fernando de Magallanes y su
tripulación. Antonia Castillo era la madre de un marinero que formaba parte de
la expedición. Él se llamaba Santiago: Un joven grumete que recién había
cumplido los dieciocho cuando tomó la decisión de hacerse grande y embarcarse a
la aventura prácticamente a ciegas. Era muy tímido; pelirrojo, como su padre y
tenía la cara
plagada de infantiles pecas. De hecho, parecía un niño. Y no solo físicamente, sino que lo era también por dentro. Hasta el punto en el que dormía abrazado al saco de paja que le servía de almohada. Para su madre, era demasiado joven como para salir a jugarse la vida de esa manera. Él no tenía la madurez suficiente como para evaluar los riesgos de embarcarse en una misión como esa. Se lo tomaba como un juego. Semanas antes de la partida, su madre le advertía constantemente del peligro al que se exponía, pero, ante la idea de hacerse grande y ser el nuevo gran marinero de la época, decidió embarcar.
plagada de infantiles pecas. De hecho, parecía un niño. Y no solo físicamente, sino que lo era también por dentro. Hasta el punto en el que dormía abrazado al saco de paja que le servía de almohada. Para su madre, era demasiado joven como para salir a jugarse la vida de esa manera. Él no tenía la madurez suficiente como para evaluar los riesgos de embarcarse en una misión como esa. Se lo tomaba como un juego. Semanas antes de la partida, su madre le advertía constantemente del peligro al que se exponía, pero, ante la idea de hacerse grande y ser el nuevo gran marinero de la época, decidió embarcar.
Contando esto a gritos se encontraba
doña Antonia, frente a uno de los oficiales que intentaba mantener el orden
ante la muchedumbre provocada por el regreso de los marineros. Se sentía como
si le estuviese hablando a una pared, ya que el policía no daba abasto. La
plaza de la ciudad estaba abarrotada de gente, hasta el punto de que Antonia
casi no oía su propia voz. No lograba ver entre la multitud y estaba recibiendo
golpes a diestro y siniestro.
Era el día 6 de septiembre del año 1522
y, para Antonia, los once meses y medio que habían pasado desde la partida de
las cinco naves elegidas para dar la vuelta al mundo, habían sido los más
largos de todos sus 67 años. Once meses y medio de pasar por el puerto, con la
excusa de tener que comprar pescado solo para ver si había noticias de los
marineros. Once meses y medio de poner la mesa para dos personas y cocinar de
sobra instintivamente. Once meses en los que llegaba la noche y, al escuchar el
reloj de las doce, irse a dormir sintiendo que no había hecho nada: que había
perdido el tiempo. Once meses y medio había esperado para que se materializase
el peor de sus miedos. Al policía que se encontraba frente a Antonia le es
entregada una hoja con dieciocho nombres los cuales no alcanza a leer ya que,
desesperadamente, Antonia se la arranca de las manos. Acto seguido, al
confirmar su terrible sospecha, la deja caer…
Su hijo Santiago no estaba entre los dieciocho
afortunados que habían logrado completar la expedición. Había desperdiciado el
tiempo de vida que le quedaba por delante. El muy ingenuo quiso apoderarse de
riquezas y hacerse famoso, pero, en vez de eso, perdió muchos años de vida.
Perdió su tiempo: lo que muchos consideran como la mayor riqueza.
Miguel
Hernández Ferrer 4ºESO A
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