miércoles, 27 de febrero de 2019

Isla de los ladrones


Me despierto con el alboroto de los demás marineros en la cubierta. Me levanto rápidamente del catre y me dirijo hacia fuera. Cuando llego al exterior mis ojos no pueden creer lo que ven.
-¡Tierra a la vista!- grita Pepe desde su posición habitual.
La alegría y la ilusión inundan la cubierta y por un momento nos olvidamos del sufrimiento y el cansancio de los últimos cuatro meses y festejamos y agradecemos a Dios nuestra suerte.
Cuando el barco atraca y bajamos para explorar el terreno
mis pies agradecen la presencia de un terreno firme en donde reposar. Caminamos durante un par de horas hasta que encontramos una tribu de nativos que nos acogen y nos dan alimento.
Después de descansar y retomar energías nos ponemos en marcha de vuelta al barco para avisar a los que se quedaron de nuestra posición. Un miembro de la tribu se ofrece para acompañarnos en nuestro viaje. Una vez que llegamos, informamos a los restantes de nuestra situación y montamos un campamento para pasar la noche.
Una vez más me despierto por los gritos procedentes de la cubierta de la nave pero esta vez no son de mis compañeros sino de un ejército de indígenas. Nos colocamos en posición y nos dirigimos armados a la nave pero cuando llegamos lo único que queda son los restos de los pocos víveres que nos quedaban.
El resto de la noche lo pasamos planificando el movimiento de contraataque. El capitán se dispone a hablar con los nativos pero debemos estar preparados para entrar en acción en caso de que sus negociaciones no den frutos.
Las horas pasan y el sol ya está amaneciendo cuando nos decidimos a salir en busca del capitán que todavía no regresó de su viaje. Recogemos el campamento y mitad de la tripulación emprendemos el viaje hasta el establecimiento de la tribu de nativos. Al adentrarnos en la selva un escalofrío me recorre el cuerpo, la densa vegetación parece ocultar todo tipo de bestias desconocidas y peligrosas. Me tiemblan las piernas, a cada paso que avanzo mi valentía y determinación disminuyen. La selva que antes me parecía novedosa y exótica es ahora un lugar oscuro y tenebroso con árboles altísimos que esconden el cielo y plantas rastreras que se enganchan a los zapatos y no te dejan avanzar. A pesar de que el sol acaba de nacer el calor sofocante  no me deja respirar. Llegamos a nuestro destino cuando el sol abrasador está ya en el punto más alto. Agotados y sedientos debido al clima seco nos encontramos  la población de los nativos completamente vacía. Registramos las cabañas en busca de algo que nos pueda ayudar a descubrir lo sucedido. Las cabañas están vacías, si no hubiera estado en este mismo sitio hace menos veinticuatro horas juraría que está abandonada hace décadas. No queda rastro de los habitantes de la tribu parece imposible que hayan podido recoger las pertenencias de toda una vida en apenas unas horas. Es sorprendente pensar en la facilidad con la que pudieron deshacerse de sus casas.
Me despierto de mis cavilaciones cuando escucho un grito de horror que proviene del centro del campamento. Me acerco para ver lo sucedido y yo mismo me esfuerzo para no soltar un grito. Me entran nauseas  y siento el vómito subiéndome la garganta. Mis ojos no pueden creer lo que ven. El cuerpo destrozado de nuestro capitán está colgado de un árbol. Del cadáver cuelgan las tripas que salen de su estómago rasgado. Su piel está cubierta de signos que no logro descifrar que fueron marcados con una especie de puñal. Su cara está cubierta de excrementos y sangre seca y le han arrancado los ojos y la lengua.
Aterrados por la repugnante imagen nos apartamos del cadáver y del campamento de nativos y nos dirigimos lo más rápido que podemos al barco. El camino de vuelta junto a nuestros compañeros lo hacemos en silencio, la culpa por haber dejado el cadáver de uno de los nuestros atrás sin darle Cristiana sepultura será un peso que tendremos que cargar para siempre, pero el pavor que sentimos por sufrir el mismo destino que nuestro capitán fue más fuerte que nuestra moralidad. Nos dejamos a llevar por la cobardía.
Esa misma cobardía nos llevó a subirnos al barco con lo que nos quedaba después del saqueo de los nativos, que era prácticamente nada, y marcharnos sin mirar hacia atrás, sin saciar nuestra sed de venganza y marcados para siempre por la vergüenza.
Mientras dejamos esta dichosa isla atrás pienso en todo lo que hemos vivido durante esta travesía. Completemos o no este viaje, maldigo el día en el que decidí subirme a un barco en busca de aventura. Estos años de sufrimiento no pueden ser compensados por ningún sentimiento de gloria. Cada muerte es un amigo perdido, un padre que no volverá a ver a sus hijos y un hombre que no podrá besar a su amada una vez más. Si somos capaces de regresar a casa seremos alabados como héroes y recordados como los primeros en realizar lo que se creía que era imposible, muchos serán olvidados por la mayoría pero recordados por siempre por los que viajamos junto a ellos.

Teresa Soares

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