martes, 26 de febrero de 2019

Emergido del mar


Nunca pensé que el 10 de agosto de 1519 mi vida daría una vuelta de 360 grados.

Recuerdo un día caluroso de verano, la gente se echaba a las calles para despedir a los marineros que zarpaban esa misma tarde rumbo a América. Yo estaba pidiendo limosna a las puertas de la catedral de Sevilla. Cansado por el abrasador calor, decidí descansar bajo la sombra de un naranjo.


Sonaron las campanadas de las nueve, la hora en la que acababa la misa, y pocos segundos después, empezó a salir la gente. Entre la multitud vi cómo dos marineros, de los que zarpaban esa misma tarde, discutían. La discusión empezó a alargarse y a hacerse cada vez más violenta. Los marineros empezaron a golpearse y vi como uno de ellos sacaba una pequeña daga y se la clavaba en el costado al otro. Yo me levanté del suelo y fui como una flecha a socorrer al marinero herido que estaba tendido en el suelo. Mientras tanto, el otro marinero había salido corriendo de la plaza. El marinero estaba encharcado de sangre. Le saqué la daga del costado y le cubrí la herida con un paño viejo que guardaba en el bolsillo. De repente, empecé a escuchar las trompetillas de los alguaciles y el marinero me dijo con todas sus fuerzas que huyera de allí. Yo no quise dejarlo, pero no tuve otra opción, la gente empezó a acusarme por el asesinato del marinero y los alguaciles empezaron a perseguirme. Empecé a correr calle abajo. Recorrí todos los laberintos de Santa Cruz. Los callejones me llevaron al puerto que, en ese día, estaba repleto de personas, marineros, pescadores, comerciantes. No sabía a donde ir, me dejé llevar por el camino que dejaba libre la multitud. Todo fue muy rápido, y cuando me quise dar cuenta, estaba dentro de una de las naos. Me oculté en la bodega con el objetivo de esperar a que los alguaciles  abandonaran la zona del Arenal. Me senté detrás de unos barriles, estaba empapado de sudor, mis piernas temblaban de cansancio. Agotado por el esfuerzo, cerré los ojos y me dormí.

Me desperté al cabo de cuatro horas. Estaba desorientado, no me acordaba de por qué estaba en aquella bodega. Agité mi cabeza y los recuerdos me empezaron a venir. De repente me detuve, noté algo extraño, ya no escuchaba a la multitud del puerto. Miré a través de un pequeño agujero que había en la pared de madera del barco. Solo veía azul. Mi respiración se aceleró, no soportaba estar en aquella bodega, así que me dirigí hacia la escotilla de carga donde había una escalera que llevaba a la cubierta. Salí. Intenté tranquilizarme, pero el miedo y la angustia me lo impedían. Lo intenté una vez más. Me giré mirando al mar y respiré hondo. Sentí una maravillosa brisa marina que soplaba desde el oeste. Me sentí feliz por un momento, nunca antes había visto el mar, pero después pensé en mi torpeza al haberme quedado dormido. Un hombre se acercó a mí. Era un hombre alto, de pelo como el fuego, barba poblada y ojos como el mar. Nos presentamos, y empezamos a hablar. Se llamaba Martín Guzmán. Él fue criado por sus abuelos. Su madre murió al poco tiempo después de él nacer y su padre, que salió en una expedición con Colón, nunca más volvió. A los dieciséis años de edad, siguiendo el ejemplo de su padre, se unió a la marina y desde entonces ha estado viajando por toda África y Europa en viajes comerciantes. Esta fue su primera expedición. La conversación que tuvimos fue bastante agradable, me ayudó a olvidar todo lo que había pasado en ese día. De repente, sentí como alguien me agarraba del hombro. Era el contramaestre del barco, un hombre rechonchudo, con cara de muy pocos amigos, calvo, con barba de tres días y ojos negros como la oscuridad.
-¿Quién eres muchacho?-me preguntó-. Nunca antes te había visto por aquí.
- Va con nosotros, señor. Es el nuevo grumete.
- No te metas Guzmán. Así que un polizón. Acompáñame muchacho.
Me agarró bien fuerte del hombro y me arrastró hacia el camarote del capitán. Sobre una mesa un hombre escribía con una bella pluma blanca sobre un pergamino. Yo veía mapas cartográficos con una ruta dibujada que pasaba por lugares que yo desconocía y complejos artefactos e instrumentos de navegación que jamás había visto.
-¿Qué queréis Beltrán? Estoy ocupado.
-Señor, hemos encontrado un polizón a bordo -le contestó.
El capitán continuó escribiendo. Al acabar, posó la pluma y alzó la cabeza hacia nosotros.
-Beltrán, tengo mil asuntos más importantes que tratar. Que se encargue Guzmán del aprendizaje del muchacho, que le enseñe todo lo que tiene que hacer. Ahora si me disculpáis tengo mucho trabajo que hacer. Podéis retiraros.
-Como usted ordene mi capitán.
Fueron muchos días en los que Martín me estuvo enseñando el arte de la navegación y las tareas que eran necesarias para el mantenimiento del barco. Una tarde en la que el mar estaba calmo, avistamos en el horizonte una gran masa de tenebrosas nubes.
-Se avecina una gran tormenta - nos dijo el capitán-. Tenemos que estar preparados cuando esta nos alcance. La noche va a ser larga.
El viento soplaba con violencia, las olas reventaban contra el barco, la lluvia caía sin parar, los rayos eran la única luz que había en medio de todo aquel caos. El barco no paraba de bambolearse, apenas se podía mantener el equilibrio. Mucho tiempo estuvimos dentro de aquel infierno. Yo iba retirando el agua que iba entrando en la cubierta cuando una violenta ola me empujó y caí al suelo.
 Me agarré a la baranda del barco. De repente, el tiempo se detuvo. Puede ver más adelante del barco una extraña silueta, geométrica pero irregular, era una gran roca, y fue en aquel momento en el que la tormenta nos venció.
-¡Chocamos!-grité.
Colisionamos. Se escuchó un ruidoso estruendo y el barco comenzó a deshacerse. Mientras el barco se deshacía, inmensas olas chocaban contra nosotros. Las olas se llevaban todo lo que cogían. Me sujeté con todas mis fuerzas, pero una ola consiguió arrastrarme. Caí al agua. La corriente me tragó para dentro. No conseguía ascender, me hundía. Ya no me quedaba más oxígeno en los pulmones. Me empecé a ahogar. Mis ojos empezaron a cerrarse y sentí como mi alma empezaba a abandonarme. De repente, vi una resplandeciente luz y sentí como alguien me cogía del brazo y me tiraba hacia arriba. Salí a la superficie y me agarré a una viga que flotaba sobre el agua. No logré ver a la persona que me había salvado. No había nadie a mi alrededor. Me subí encima de la viga y vi como el barco se iba hundiendo lentamente. El mar empezó a calmarse y la lluvia se fue debilitando. Mientras la corriente me llevaba, caí en un extraño sueño en el que volvía a ver aquella brillante luz que me había salvado.

Me desperté en la orilla de una playa. El cielo estaba despejado, el sol brillaba con intensidad. Me levanté de la arena y vi cómo dormían algunos de los marineros del barco que sobrevivieron a la gran catástrofe, entre ellos estaba el capitán, pero no veía a Martín. Los desperté. Fuimos a explorar la playa. En la arena vimos trozos de madera del barco, vimos las armaduras y espadas que trajimos con nosotros, pero también armamento que no era nuestro y nos sobresaltamos cuando vimos huesos humanos por el suelo.
De la selva escuchamos un ruido que se iba acercando hacia nosotros. Fue acercándose cada vez más rápido. De entre los árboles y arbustos salieron unos indígenas armados con afiladas lanzas. Iban pintados con barro, de sus cuellos colgaban huesos de animales, la poca ropa que tenían estaba hecha con pieles de  salvajes fieras. Corrieron hacia nosotros. Nos rodearon. No teníamos escapatoria.

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