Nunca pensé que el 10 de
agosto de 1519 mi vida daría una vuelta de 360 grados.
Recuerdo un día caluroso de verano, la gente se echaba a las calles para
despedir a los marineros que zarpaban esa misma tarde rumbo a América. Yo
estaba pidiendo limosna a las puertas de la catedral de Sevilla. Cansado por el
abrasador calor, decidí descansar bajo la sombra de un naranjo.
Sonaron las campanadas de las nueve, la hora en la que acababa la misa, y
pocos segundos después, empezó a salir la gente. Entre la multitud vi cómo dos
marineros, de los que zarpaban esa misma tarde, discutían. La discusión empezó
a alargarse y a hacerse cada vez más violenta. Los marineros empezaron a
golpearse y vi como uno de ellos sacaba una pequeña daga y se la clavaba en el
costado al otro. Yo me levanté del suelo y fui como una flecha a socorrer al
marinero herido que estaba tendido en el suelo. Mientras tanto, el otro
marinero había salido corriendo de la plaza. El marinero estaba encharcado de
sangre. Le saqué la daga del costado y le cubrí la herida con un paño viejo que
guardaba en el bolsillo. De repente, empecé a escuchar las trompetillas de los
alguaciles y el marinero me dijo con todas sus fuerzas que huyera de allí. Yo
no quise dejarlo, pero no tuve otra opción, la gente empezó a acusarme por el
asesinato del marinero y los alguaciles empezaron a perseguirme. Empecé a
correr calle abajo. Recorrí todos los laberintos de Santa Cruz. Los callejones
me llevaron al puerto que, en ese día, estaba repleto de personas, marineros,
pescadores, comerciantes. No sabía a donde ir, me dejé llevar por el camino que
dejaba libre la multitud. Todo fue muy rápido, y cuando me quise dar cuenta,
estaba dentro de una de las naos. Me oculté en la bodega con el objetivo de
esperar a que los alguaciles abandonaran la zona del Arenal. Me senté
detrás de unos barriles, estaba empapado de sudor, mis piernas temblaban de
cansancio. Agotado por el esfuerzo, cerré los ojos y me dormí.
Me desperté al cabo de cuatro horas. Estaba desorientado, no me acordaba de
por qué estaba en aquella bodega. Agité mi cabeza y los recuerdos me empezaron
a venir. De repente me detuve, noté algo extraño, ya no escuchaba a la multitud
del puerto. Miré a través de un pequeño agujero que había en la pared de madera
del barco. Solo veía azul. Mi respiración se aceleró, no soportaba estar en
aquella bodega, así que me dirigí hacia la escotilla de carga donde había una
escalera que llevaba a la cubierta. Salí. Intenté tranquilizarme, pero el miedo
y la angustia me lo impedían. Lo intenté una vez más. Me giré mirando al mar y
respiré hondo. Sentí una maravillosa brisa marina que soplaba desde el oeste.
Me sentí feliz por un momento, nunca antes había visto el mar, pero después
pensé en mi torpeza al haberme quedado dormido. Un hombre se acercó a mí. Era
un hombre alto, de pelo como el fuego, barba poblada y ojos como el mar. Nos
presentamos, y empezamos a hablar. Se llamaba Martín Guzmán. Él fue criado por
sus abuelos. Su madre murió al poco tiempo después de él nacer y su padre, que
salió en una expedición con Colón, nunca más volvió. A los dieciséis años de
edad, siguiendo el ejemplo de su padre, se unió a la marina y desde entonces ha
estado viajando por toda África y Europa en viajes comerciantes. Esta fue su
primera expedición. La conversación que tuvimos fue bastante agradable, me
ayudó a olvidar todo lo que había pasado en ese día. De repente, sentí como
alguien me agarraba del hombro. Era el contramaestre del barco, un hombre
rechonchudo, con cara de muy pocos amigos, calvo, con barba de tres días y ojos
negros como la oscuridad.
-¿Quién eres muchacho?-me preguntó-. Nunca antes te había visto por aquí.
- Va con nosotros, señor. Es el nuevo grumete.
- No te metas Guzmán. Así que un polizón. Acompáñame muchacho.
Me agarró bien fuerte del hombro y me arrastró hacia el camarote del
capitán. Sobre una mesa un hombre escribía con una bella pluma blanca sobre un
pergamino. Yo veía mapas cartográficos con una ruta dibujada que pasaba por
lugares que yo desconocía y complejos artefactos e instrumentos de navegación
que jamás había visto.
-¿Qué queréis Beltrán? Estoy ocupado.
-Señor, hemos encontrado un polizón a bordo -le contestó.
El capitán continuó escribiendo. Al acabar, posó la pluma y alzó la cabeza
hacia nosotros.
-Beltrán, tengo mil asuntos más importantes que tratar. Que se encargue
Guzmán del aprendizaje del muchacho, que le enseñe todo lo que tiene que hacer.
Ahora si me disculpáis tengo mucho trabajo que hacer. Podéis retiraros.
-Como usted ordene mi capitán.
Fueron muchos días en los que Martín me estuvo enseñando el arte de la
navegación y las tareas que eran necesarias para el mantenimiento del barco.
Una tarde en la que el mar estaba calmo, avistamos en el horizonte una gran
masa de tenebrosas nubes.
-Se avecina una gran tormenta - nos dijo el capitán-. Tenemos que estar
preparados cuando esta nos alcance. La noche va a ser larga.
El viento soplaba con violencia, las olas reventaban contra el barco, la
lluvia caía sin parar, los rayos eran la única luz que había en medio de todo
aquel caos. El barco no paraba de bambolearse, apenas se podía mantener el
equilibrio. Mucho tiempo estuvimos dentro de aquel infierno. Yo iba retirando
el agua que iba entrando en la cubierta cuando una violenta ola me empujó y caí
al suelo.
Me agarré a la baranda del barco. De
repente, el tiempo se detuvo. Puede ver más adelante del barco una extraña
silueta, geométrica pero irregular, era una gran roca, y fue en aquel momento
en el que la tormenta nos venció.
-¡Chocamos!-grité.
Colisionamos. Se escuchó un ruidoso estruendo y el barco comenzó a
deshacerse. Mientras el barco se deshacía, inmensas olas chocaban contra
nosotros. Las olas se llevaban todo lo que cogían. Me sujeté con todas mis
fuerzas, pero una ola consiguió arrastrarme. Caí al agua. La corriente me tragó
para dentro. No conseguía ascender, me hundía. Ya no me quedaba más oxígeno en
los pulmones. Me empecé a ahogar. Mis ojos empezaron a cerrarse y sentí como mi
alma empezaba a abandonarme. De repente, vi una resplandeciente luz y sentí
como alguien me cogía del brazo y me tiraba hacia arriba. Salí a la superficie
y me agarré a una viga que flotaba sobre el agua. No logré ver a la persona que
me había salvado. No había nadie a mi alrededor. Me subí encima de la viga y vi
como el barco se iba hundiendo lentamente. El mar empezó a calmarse y la lluvia
se fue debilitando. Mientras la corriente me llevaba, caí en un extraño sueño
en el que volvía a ver aquella brillante luz que me había salvado.
Me desperté en la orilla de una playa. El cielo estaba despejado, el sol
brillaba con intensidad. Me levanté de la arena y vi cómo dormían algunos de
los marineros del barco que sobrevivieron a la gran catástrofe, entre ellos
estaba el capitán, pero no veía a Martín. Los desperté. Fuimos a explorar la
playa. En la arena vimos trozos de madera del barco, vimos las armaduras y
espadas que trajimos con nosotros, pero también armamento que no era nuestro y
nos sobresaltamos cuando vimos huesos humanos por el suelo.
De la selva escuchamos un ruido que se iba acercando hacia nosotros. Fue
acercándose cada vez más rápido. De entre los árboles y arbustos salieron unos
indígenas armados con afiladas lanzas. Iban pintados con barro, de sus cuellos
colgaban huesos de animales, la poca ropa que tenían estaba hecha con pieles de
salvajes fieras. Corrieron hacia nosotros. Nos rodearon. No teníamos
escapatoria.
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