Hace 2 años se fue Diego. Nos prometió que escribiría, pero aún no hemos
recibido nada de su parte. A mi no me preocupa la ausencia de noticias, después
de todo, Diego y yo nunca llegamos a ser amigos, y supongo que no es fácil
enviar cartas a Bayona desde el medio del océano. El que de vez en cuando va al
puerto a escondidas para quedarse con la mirada perdida es Salvador, mi hermano
mayor. Nunca admitirá la razón por la que se sienta a observar el horizonte, ni
siquiera a sí mismo. Por eso cuando le hago notar que parece faltarle algo, una
sombra de duda cruza su mirada antes de reírse de mi ocurrencia.
Supongo que si me encontrara en su situación lograría comprenderlo.
Salvador siempre ha tenido cierto problema en andar, por lo que no puede ayudar
con los animales. Esto no le impide participar en la economía del hogar, claro
está. Como yo aún no tengo ningún pretendiente digno de aprobación por parte de
mis padres, Salvador me salva de tener que llevar lo poco que tenemos que
vender al mercado. Fue en una de las jornadas en las que íbamos de camino al
trabajo cuando conocimos a Diego. Mi hermano tropezó con una de las gallinas y
se cayó al suelo. Yo tuve que atender a las bestias antes de comprobar el
estado de mi hermano, por lo que un chico se me adelantó y lo ayudó a ponerse
de pie. Después nos acompañó hasta el mercado y se despidió.
A partir de aquel día, Diego se volvió una constante más en la monotonía de
nuestras humildes vidas. Recuerdo que tenía una risa agradable y contagiosa y
que podía pasarse horas conversando con mi hermano. Se hicieron buenos amigos y
lo fueron por unos años, hasta el día en el que el muchacho nos reveló que iba
a ir en una expedición por el océano. Me di cuenta entonces de lo poco que
sabía de Diego, pues me sorprendí a mi misma al reparar en que no lo echaría de
menos.
A Salvador pareció alegrarle la noticia. El viaje permitiría a su mejor y
único amigo ver mundo. Para él, que nunca había podido ver más allá del sendero
que llevaba al puerto, el cargo de marinero en una expedición de tal calibre
era un sueño que, debido a su condición, jamás podría alcanzar. Por este
motivo, le hizo prometer a Diego que volvería vivo para contarle todo lo que
hubiera visto.
El marinero se fue a descubrir mundo el 20 de septiembre de 1519 en la nao
Victoria, acompañado de otros 249 hombres llenos de vida cuyos ojos brillaban
por la emoción.
Pisó el suelo de España de nuevo el 8 de septiembre de 1522, cuando llegó a
Sevilla rodeado de 17 marineros de ojos vacíos y cansados. Pero vivos.
Lo vimos un mes más tarde, esperándonos en el camino que llevaba al
mercado.
Salvador no pudo evitar que una sonrisa le iluminara la cara y yo no pude
evitar unirme al abrazo.
Al separarnos, observé el brillo de complicidad que pasó por los ojos de
los dos y comprendí que querían hablar a solas, pero me fue imposible no
inmiscuirme, pues sentía curiosidad por saber todo lo que había vivido Diego.
Nos dirigimos al campo para poder hablar sin el barullo de las gentes cuyas
voces se peleaban por ser escuchadas. Allí, decidimos sentarnos a la sombra de
un árbol viejo donde Diego se dispuso a describirnos la furia del mar, las
muertes de los valientes que se atrevían a enfrentarse a ella y el repugnante
olor del miedo mezclado con sal que lograba sentir cada vez que se alejaban de
un puerto. Yo escuchaba en silencio y de vez en cuando echaba una ojeada a mi
hermano, que se estremecía cada vez que escuchaba el nombre de un muerto.
Pasado el peligro, sus labios cesaron el torrente de infortunios para dar
paso a una hilera de conchas blancas que dulcemente evocaron la maravillosa
sensación de pisar la arena cálida tras sobrevivir a una tormenta y el suave
crujido de la madera del barco, que estaba tan vivo como él mismo. Contaron las
estrellas que asomaban tímidamente por detrás del frío viento de la noche y sin
darse cuenta calentaban el corazón de los hombres que, a pesar del temor,
albergaban esperanzas. Y se cerraron.
Yo pude ver como la brisa del mar mecía el barco donde un pequeño marinero
miraba al horizonte y sonreía recordando las tardes que pasaba entre unas
bestias, una niña y un amigo a los que esperaba poder volver a ver pronto. Miré
hacia él y vi el cariño que brotaba de sus ojos al mirarnos, como si no pudiera
creer que había logrado volver. Mi hermano se levantó entonces y le extendió
una mano para ayudarlo a ponerse de pie. Yo me sacudí el polvo de la falda y
tomé el sendero que me llevaría al mercado, y a cada paso me me fui dando
cuenta de lo feliz que nos había hecho que nuestro amigo hubiera vuelto.
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