ALMAS
La nao Santiago llegó a Argentina el día 13 de mayo de 1520.
Había pasado prácticamente un año desde la partida desde Sevilla, y se notaba.
Lo único bueno era que, al ser pocos marineros, todos se conocían entre sí y
esto hacía que los días fueran más amenos.
Diego se sentía solo. Era joven, 19 años. Su padre le había
mandado a la expedición para conseguir algo de dinero. La mayoría de sus
compañeros se habían ofrecido para estar allí, él no.
No echaba de menos a su
padre, de hecho, no pensaba volver a casa. Carlos le decía que eran cosas de la
edad, que la familia era para siempre. Diego pensaba que Carlos estaba loco, pero
él también sentía que lo estaba, por eso le escuchaba sin interrumpirle, aunque
a veces dijera tonterías como aquella. Carlos era un marino viejo, el cual
viajaba con la esperanza de que, al volver y haber ganado condición social y
dinero, pudiera encontrar a alguna mujer joven que cuidara de él.
Cuando desembarcaron en la costa del río de Santa Cruz, se
notaba una alegría general. El capitán Serrano había dicho que no estarían
demasiado tiempo, como mucho una semana, pero aún así, algo era algo. La visión
del mar infinito se convertía en algo agobiante al cabo de unos meses.
Diego sintió algo al bajar la escalerilla del barco, y
pisar, por fin, tierra.
Ella sintió algo.
Los marineros se sentaron en círculo y empezaron a cantar
canciones, animados por los días de calma en tierra firme. Mandaron a Diego a
buscar leña. Este fue sin rechistar.
Tarareaba las canciones que se oían a lo lejos, sin miedo a
ser descubierto por alguna tribu indígena. A Diego le daba igual que le
descubrieran. Le daba igual la muerte.
Percibió movimiento entre los árboles. Sintió una mirada.
Sintió un alma. Miró hacia atrás y descubrió una figura femenina, portadora del
color de piel más oscuro que había visto en su vida. Se observaron. Ninguno
tenía miedo. Solo permanecieron así, mirándose, durante unos minutos, hasta que
se oyó el nombre de Diego desde lejos.
Una sonrisa de complicidad. No hizo falta más.
A partir de ese día, cada noche se repetía la misma rutina.
Cuando los marineros se reunían cada día tras ponerse el sol a cantar y comer,
Diego se escabullía para encontrarse con aquella mujer de piel oscura, que cada
día le parecía más bella.
No se comunicaban por palabras, ya que él no la entendía y ella tampoco le entendía a él. Decidió empezar a llamarla María, como la virgen, ya que la consideraba un ser angelical y perfecto.
Se encontraban, se sentaban, se miraban. A veces, intentaban
hablar. Solo a veces. Otras veces Diego le llevaba cosas que él consideraba
especiales traídas desde España. María le llevaba pinturas extrañas y especias
desconocidas para el joven, que, al ser de poca condición social, no conocía
casi nada fuera de lo que había en su pueblo.
Carlos notaba que se iba, pero no preguntaba. Lo sentía más
contento, le brillaban más los ojos. Claro que cuando se fueran, fuera lo que
fuera lo que Diego escondía, desaparecería de su vida. El joven lo sabía, pero
quería creer que el momento nunca acabaría. Se imaginaba diversos problemas,
como una emboscada o malas mareas, por los cuales se retrasaría la partida.
A la cuarta noche la encontró dormida. Al acercarse vio las
magulladuras en su cara, los moratones en los brazos. Espantado, la sacudió
suavemente para que se levantase. A María se le iluminaron los ojos, antes de
empezar a llorar desconsoladamente. La habían descubierto. Diego no entendía,
pero María le explicó por signos que su marido la había pegado.
No podía ser. Su ángel.
Diego la tranquilizó hasta que volvió a dormirse. Ahora más
que nunca quería que la noche no acabase.
Al amanecer, se despidieron. En los ojos promesas sordas.
Ninguno de los dos era dueño de su destino, y lo sabían. Pero siempre podían
hacer lo que les diera la gana, no tenían nada que perder.
Al volver al campamento, Diego empezó a idear cómo meter a
María en barco y esconderla hasta el final de la expedición. Volverían a
España, serían felices, recorrerían el mundo, formarían una familia.
Llegó la quinta y última noche. El capitán Serrano había
anunciado que saldrían al día siguiente. Pero Diego ya no tenía miedo. Ya no
quería que la noche durase para siempre. Ya no se sentía solo.
María le esperaba donde siempre. Se abrazaron. María tenía
heridas nuevas. Se cogieron de la mano y corrieron hasta el barco, agachados e
intentando hacer el menor ruido posible.
María se metió en uno de los barriles de vino vacíos y Diego
la introdujo en la bodega de la nao. Allí pasaron su última noche, abrazados.
La nao Santiago naufragó en la Patagonia en 1520. Todos se
salvaron. Menos dos. Nunca encontraron cuerpos. Almas.
Claudia González 4C
Claudia González 4C
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