martes, 26 de febrero de 2019


ALMAS


La nao Santiago llegó a Argentina el día 13 de mayo de 1520. Había pasado prácticamente un año desde la partida desde Sevilla, y se notaba. Lo único bueno era que, al ser pocos marineros, todos se conocían entre sí y esto hacía que los días fueran más amenos.

Diego se sentía solo. Era joven, 19 años. Su padre le había mandado a la expedición para conseguir algo de dinero. La mayoría de sus compañeros se habían ofrecido para estar allí, él no.
No echaba de menos a su padre, de hecho, no pensaba volver a casa. Carlos le decía que eran cosas de la edad, que la familia era para siempre. Diego pensaba que Carlos estaba loco, pero él también sentía que lo estaba, por eso le escuchaba sin interrumpirle, aunque a veces dijera tonterías como aquella. Carlos era un marino viejo, el cual viajaba con la esperanza de que, al volver y haber ganado condición social y dinero, pudiera encontrar a alguna mujer joven que cuidara de él.

Cuando desembarcaron en la costa del río de Santa Cruz, se notaba una alegría general. El capitán Serrano había dicho que no estarían demasiado tiempo, como mucho una semana, pero aún así, algo era algo. La visión del mar infinito se convertía en algo agobiante al cabo de unos meses.

Diego sintió algo al bajar la escalerilla del barco, y pisar, por fin, tierra.

Ella sintió algo.

Los marineros se sentaron en círculo y empezaron a cantar canciones, animados por los días de calma en tierra firme. Mandaron a Diego a buscar leña. Este fue sin rechistar.
Tarareaba las canciones que se oían a lo lejos, sin miedo a ser descubierto por alguna tribu indígena. A Diego le daba igual que le descubrieran. Le daba igual la muerte. 

Percibió movimiento entre los árboles. Sintió una mirada. Sintió un alma. Miró hacia atrás y descubrió una figura femenina, portadora del color de piel más oscuro que había visto en su vida. Se observaron. Ninguno tenía miedo. Solo permanecieron así, mirándose, durante unos minutos, hasta que se oyó el nombre de Diego desde lejos.

Una sonrisa de complicidad. No hizo falta más.

A partir de ese día, cada noche se repetía la misma rutina. Cuando los marineros se reunían cada día tras ponerse el sol a cantar y comer, Diego se escabullía para encontrarse con aquella mujer de piel oscura, que cada día le parecía más bella.
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No se comunicaban por palabras, ya que él no la entendía y ella tampoco le entendía a él. Decidió empezar a llamarla María, como la virgen, ya que la consideraba un ser angelical y perfecto.
Se encontraban, se sentaban, se miraban. A veces, intentaban hablar. Solo a veces. Otras veces Diego le llevaba cosas que él consideraba especiales traídas desde España. María le llevaba pinturas extrañas y especias desconocidas para el joven, que, al ser de poca condición social, no conocía casi nada fuera de lo que había en su pueblo.

Carlos notaba que se iba, pero no preguntaba. Lo sentía más contento, le brillaban más los ojos. Claro que cuando se fueran, fuera lo que fuera lo que Diego escondía, desaparecería de su vida. El joven lo sabía, pero quería creer que el momento nunca acabaría. Se imaginaba diversos problemas, como una emboscada o malas mareas, por los cuales se retrasaría la partida.

A la cuarta noche la encontró dormida. Al acercarse vio las magulladuras en su cara, los moratones en los brazos. Espantado, la sacudió suavemente para que se levantase. A María se le iluminaron los ojos, antes de empezar a llorar desconsoladamente. La habían descubierto. Diego no entendía, pero María le explicó por signos que su marido la había pegado.

No podía ser. Su ángel.

Diego la tranquilizó hasta que volvió a dormirse. Ahora más que nunca quería que la noche no acabase.

Al amanecer, se despidieron. En los ojos promesas sordas. Ninguno de los dos era dueño de su destino, y lo sabían. Pero siempre podían hacer lo que les diera la gana, no tenían nada que perder.

Al volver al campamento, Diego empezó a idear cómo meter a María en barco y esconderla hasta el final de la expedición. Volverían a España, serían felices, recorrerían el mundo, formarían una familia.

Llegó la quinta y última noche. El capitán Serrano había anunciado que saldrían al día siguiente. Pero Diego ya no tenía miedo. Ya no quería que la noche durase para siempre. Ya no se sentía solo.
María le esperaba donde siempre. Se abrazaron. María tenía heridas nuevas. Se cogieron de la mano y corrieron hasta el barco, agachados e intentando hacer el menor ruido posible.

María se metió en uno de los barriles de vino vacíos y Diego la introdujo en la bodega de la nao. Allí pasaron su última noche, abrazados.

La nao Santiago naufragó en la Patagonia en 1520. Todos se salvaron. Menos dos. Nunca encontraron cuerpos. Almas.

Claudia González 4C




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