martes, 31 de mayo de 2016

POR SU BIEN... ¡LEAN POESÍA!

CÓMO SE LEE UN LIBROJOSEPH BRODSKY
Este texto se basa en la conferencia que tuvo lugar en la apertura de la primera Feria del Libro de Turín. En él el Nobel Joseph Brodsky hace un curioso análisis de qué método seguir en la hora de decidirnos a leer un libro. La novela sale perdiendo, en detrimento de la poesía, pero los argumentos que esgrime para defender esa postura son de un evidente valor literario.


En general, los libros son, desde luego, menos finitos que nosotros. Incluso los peores entre ellos sobreviven a sus autores, principalmente porque ocupan un espacio físico menor que aquéllos que los escribieron. Están a menudo en las estanterías, acumulando polvo mucho después de que el escritor mismo se haya convertido en un puñado de polvorientas cenizas. Sin embargo, incluso esta forma de futuro es mejor que la memoria de unos cuantos familiares o amigos, memoria en la que uno no puede confiar, y a menudo es precisamente el apetito de esta dimensión póstuma el que pone la pluma de uno en movimiento.
Sin embargo, puesto que todos somos moribundos y puesto que leer libros es una actividad que consume tiempo, debemos idear un sistema que nos procure cierta economía por la necesidad de un atajo. De aquí,
también —como sub-producto de nuestra sospecha de que tal atajo existe (y ciertamente existe, pero sobre eso hablaré más tarde)— la necesidad de una brújula en el océano de la literatura disponible.
En cualquier caso, nos encontramos a la deriva en el océano, con páginas y páginas susurrando en todas direcciones, agarrados a un madero del que no se está muy seguro de su capacidad de flote. La alternativa, entonces, sería la de desarrollar un gusto propio, fabricarse una brújula propia, familiarizarse uno mismo, como si así fuera, con estrellas y constelaciones propias, borrosas o brillantes, pero siempre remotas.
Esto, sin embargo, conlleva un período de tiempo endiabladamente largo, y ustedes podrían fácilmente encontrarse viejos y grises, caminando hacia la salida con un precario volumen bajo el brazo. Otra alternativa o quizá simplemente parte de la misma, es fiarse de los rumores; el consejo de un amigo, la referencia de un libro que a uno resulta gustarle. Aunque sin estar institucionalizado en modo alguno (lo que no sería tan mala idea), este tipo de proceder nos es familiar a todos desde nuestra más tierna infancia. No obstante, también esto acaba por ser un pobre seguro, pues el océano de la literatura disponible se hincha y extiende constantemente.
Antes de que les proponga mi sugerencia —mejor dicho, lo que percibo es la única solución para el desarrollo de un gusto literario sano, me gustaría decir unas palabras acerca de la fuente de esta solución, a saber, de mi humilde persona. Me gustaría hacerlo, no por vanidad personal, sino porque creo que el valor de una idea está relacionado con el contexto del cual emerge. De hecho, de haber sido editor, no sólo pondría en la cubierta de mis libros los nombres de sus autores, sino también la edad exacta en la que compusieron tal o cual obra, para permitir a los lectores decidir si les parece oportuno tomar en cuenta la información o puntos de vista que contiene un libro que ha escrito alguien mucho más joven o, para el caso, mucho más viejo de lo que ellos mismos son.
Ahora que conocen los antecedentes de lo que estoy a punto de decir, creo que debo ya decirlo. El modo de desarrollar el buen gusto literario es leer poesía. Pues, siendo la forma suprema de locución humana, la poesía no sólo es la forma más condensada, la más concisa de comunicar la experiencia humana; ofrece asimismo los más altos valores posibles en cualquier operación lingüística —especialmente sobre papel.
Cuanta más poesía lee uno, menos tolerante se hace a cualquier tipo de verbosidad. El buen estilo en prosa es siempre rehén de la precisión, rapidez y lacónica intensidad de la dicción poética. Hija del epitafio y el epigrama, concebidos ciertamente como atajos a cualquier tema, la poesía es para la prosa una gran ordenancista. Le enseña a esta última no sólo el valor de cada palabra sino también los volubles patrones mentales de las especies, las alternativas de la composición lineal, la destreza para omitir lo evidente en sí, el énfasis en el detalle, la técnica del anticlímax.
Por favor, no me entiendan mal. No trato de desacreditar la prosa. La verdad del caso es que ocurre que la poesía simplemente es más vieja que la prosa y consecuentemente ha cubierto mayor distancia. La literatura comenzó con la poesía, con la canción del nómada que antecede a los garabatos del sedentario. Lo único que intento hacer es ser práctico y ahorrarles a su vista y a sus células cerebrales un montón de material impreso inútil. La poesía, podría decirse, ha sido inventada con sólo este propósito —pues es sinónimo de economía.
Todo lo que hay que hacer es armarse durante un par de meses con las obras de los poetas de la lengua materna, preferiblemente los que van desde la primera mitad de este siglo. Imagino que ustedes se encontrarán al final con media docena de finos libritos, y para el final del verano ustedes —esto es, su gusto literario— estará en plena forma.
Si, tras pasar por las obras de cualquiera de los anteriormente mencionados, abandonan un libro de prosa que hayan cogido de la estantería, no será culpa suya. Si continuaran leyéndolo, sería mérito del autor; esto significaría que este autor tiene ciertamente algo que añadir a la verdad sobre nuestra existencia tal y como les era conocida a estos pocos poetas que acabo de nombrar; esto demostraría al menos que este autor no es redundante, que su lenguaje tiene una gracia y energía independientes. O si no, significaría que la lectura es su adicción incurable. Y tal y como están las adicciones, ésta no sería la peor.
Revista Quimera

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