Querido Galileo,
Estas líneas son para darte la enhorabuena por tu
rehabilitación 360 años después de que te condenaran ignominiosamente. No te condenaron
por dañar a nadie ni por cometer un delito, sino por defender una concepción de
nuestro sistema solar que, en la época, parecía ir contra los prejuicios y
dogmas dominantes, celosamente defendidos por la Iglesia. Te gustará saber que
esa concepción tuya es hoy aceptada universalmente y hasta enseñada en las
escuelas.
Me resisto a desearte que te encuentres bien al recibo
de la presente, como se solía decir en las cartas de antaño, porque supongo que
la amargura con que abandonaste este mundo no se borra tan fácilmente. Y menos
con una simple rectificación que, de tan tardía, te provocará, todo lo más, una
triste sonrisa. Reconocer lo que es evidente, admitido por todo el mundo y
comprobado hasta la náusea no es un gran mérito ni puede contrarrestar todo el
mal que se hizo cuando se podía hacer. Seguir hoy manteniendo la intolerancia
en el asunto que nos ocupa no puede hacer ya daño a nadie, como reconocer el
daño hecho entonces no puede hacer ya bien alguno.
Dicen que todo fue fruto de un desgraciado
malentendido; que los poderosos miembros del Santo
Oficio y las autoridades
eclesiásticas de la época no acababan de entender bien tus teorías; que no las
demostraste con suficiente contundencia, y así, claro, no tuvieron más remedio
que condenarte. Parece como si de una discusión académica y educada se tratara;
una discusión acerca de si el Sol gira alrededor de la Tierra o si es la Tierra
la que gira alrededor del Sol. Imagino cómo te sentirás con esa versión de la
historia: un malentendido en un debate científico. Y además, según dicen,
parece que se trató de un malentendido recíproco, que tú tampoco hiciste el
esfuerzo necesario para entender la posición de tus interlocutores, que fuiste
inflexible y contumaz.
¡Qué te van a contar a ti de discusiones y argumentos
sobre temas científicos! Si hasta escribiste un libro en forma de diálogos para
dar a conocer tu ciencia. Verdaderamente, te gustaba argumentar, de modo que
nada era tan propio de tu carácter como razonar incansablemente para dilucidar
el modelo consistente internamente y compatible con las observaciones
empíricas, se tratara del movimiento de los planetas o de cualquier otro
fenómeno físico. Pero no se trataba de eso; se trataba de que, si tus
interlocutores no resultaban convencidos por tus argumentos, te arriesgabas,
como se arriesgaron otros pensadores obligados a mantener "debates
científicos" con el Santo Oficio, a la cárcel, al ostracismo y, en
ocasiones, a la muerte. Tú en eso tuviste cierta suerte, te humillaron, pero
conservaste la vida. Así que no se trató de un simple malentendido. Ojalá
hubiera sido sólo eso.
Imagino que pensarás que a estas alturas las cosas han
cambiado y que nadie pone limitaciones a la ciencia y al pensamiento libre; y
mucho menos que se utilizan el poder y la coerción para imponer puntos de vista
que no se pueden imponer simplemente con ayuda de la razón y del experimento. Y
más si llega a tus oídos lo que dicen algunos: que el reconocimiento de que
llevabas razón es una prueba de la humildad y la flexibilidad de la Iglesia.
Desde luego muchas cosas han cambiado. Te quedarías
asombrado de los descubrimientos que esta especie nuestra ha realizado
utilizando, precisamente, el método científico que tú tanto contribuiste a
crear. Estoy seguro de que te apasionaría la visión del universo que los
científicos, poco a poco, han ido construyendo, el mundo extraordinario de los
átomos y las partículas elementales. Te marearían las distancias a las que es
posible acceder con nuestros instrumentos, la grandiosa sencillez de muchas de
las leyes que rigen el funcionamiento del mundo físico y que explican su enorme
complejidad aparente. No darías crédito a lo que te contarían acerca de cómo se
transmite la herencia genética, los delicados mecanismos por los que los seres
vivos se perpetúan y, al tiempo, evolucionan. Y tantas y tantas cosas.
Apreciarías, sobre todo, la imaginación, la inteligencia y la perseverancia que
ha sido preciso acumular para llegar a esos resultados.
Pero, ¡ay!, siguen existiendo instituciones que se
resisten a aceptar lo que el pensamiento libre va descubriendo, que siguen
poniendo todas las trabas posibles a cuanto parezca contradecir sus propias
ideas, tanto en lo que se refiere al mundo de las cosas como al de las
personas, su organización y sus costumbres. Y que no dudan en utilizar, cuando
pueden, el poder temporal, la justicia o la fuerza para imponerse. En nuestra
vieja Europa esto último ya es bastante difícil, y no porque los que muestran
ahora su flexibilidad hayan comprendido lo erróneo de su posición, sino porque
muchas personas como tú, a lo largo de los siglos, han tenido el coraje de
defender la razón, la libertad y el laicismo en el pensamiento y la
investigación; y a veces han sufrido, pero a la larga han conseguido que esos
ideales sean adoptados por el conjunto de la sociedad.
Aun así, no hay avance significativo en nuestra
comprensión del mundo, ni innovación social, que contradiga los viejos dogmas
que no vea cómo se ponen en funcionamiento las resistencias que tú tan bien
conoces. Se trate de la teoría de la evolución natural, obra de otro grandísimo
científico británico llamado Darwin, de los métodos anticonceptivos o, ya en el
terreno social, de la libertad individual, de la democracia representativa, la
separación de la Iglesia y del Estado, el aconfesionalismo en la educación, la
igualdad de las mujeres y los hombres, su libertad para disponer de su relación
de pareja o de su propio cuerpo, y tantas cosas que te asombrarían y que
adoptarías como propias.
En todos esos casos y en muchos otros, los sucesores
de quienes te condenaron han intentado poner puertas al campo de la incesante
búsqueda de verdad, de emancipación y de conocimiento, en pos siempre de
satisfacer la curiosidad, ese rasgo tan genuinamente humano. Y lo han
intentado, desde luego, recurriendo al poder legislativo o represivo del Estado
cuando han podido. En unas ocasiones han tenido más éxito y en otras menos. Eso
sí, cuando ya no había más remedio, cuando su causa estaba perdida por la
tenacidad de la gente como tú, han aceptado tácitamente eso que antes era error
o sacrilegio, o lo han utilizado sin mayores miramientos. O, como en tu caso,
han reconocido, 360 años después, que todo había sido un lamentable
malentendido. Lástima que no puedan devolver la vida, la alegría, la libertad o
la honra a todos cuantos, por su causa, las perdieron.
Por no hablarte de otras partes del mundo en las que
la situación es mucho peor, bastante parecida a la que a ti te tocó vivir. Allí
el dominio de iglesias varias sobre la vida, la libertad y la hacienda de
quienes se atreven a pensar por su cuenta es total. No sé cuántos siglos harán
falta todavía para que nuestro mundo humano se organice de una vez en base, a
una serie de valores sencillos pero preciosos, la libertad, la solidaridad, la
razón. Nos siguen haciendo falta muchos Galileos, miles de hombres y mujeres
que sigan luchando por esos valores y se opongan a toda forma de oscurantismo,
intolerancia o fundamentalismo, sea éste en su versión suave o en la más
violenta, que de ambas padecemos.
Nada más, querido Galileo. Pese a todo, hoy es un día
de alegría para todos los que te admiramos y compartimos tu pasión por la
verdad y la libertad. Una alegría tranquila y nada vindicativa, no es nuestro
estilo, bien al contrario. Probablemente no te hagas idea de hasta qué punto tu
actitud y tu vida han sido valiosas en esa lucha por hacer de este mundo algo
más sensato, cultivado, libre y, finalmente, humano.
Gracias de todo corazón.
CAYETANO LÓPEZ. Rector de la Universidad Autónoma de Madrid.
17/11/1992 en “Tribuna” de EL PAÍS
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