martes, 31 de mayo de 2016

Querido Galileo

Querido Galileo,

Estas líneas son para darte la enhorabuena por tu rehabilitación 360 años después de que te condenaran ignominiosamente. No te condenaron por dañar a nadie ni por cometer un delito, sino por defender una concepción de nuestro sistema solar que, en la época, parecía ir contra los prejuicios y dogmas dominantes, celosamente defendidos por la Iglesia. Te gustará saber que esa concepción tuya es hoy aceptada universalmente y hasta enseñada en las escuelas.
Me resisto a desearte que te encuentres bien al recibo de la presente, como se solía decir en las cartas de antaño, porque supongo que la amargura con que abandonaste este mundo no se borra tan fácilmente. Y menos con una simple rectificación que, de tan tardía, te provocará, todo lo más, una triste sonrisa. Reconocer lo que es evidente, admitido por todo el mundo y comprobado hasta la náusea no es un gran mérito ni puede contrarrestar todo el mal que se hizo cuando se podía hacer. Seguir hoy manteniendo la intolerancia en el asunto que nos ocupa no puede hacer ya daño a nadie, como reconocer el daño hecho entonces no puede hacer ya bien alguno.
Dicen que todo fue fruto de un desgraciado malentendido; que los poderosos miembros del Santo
Oficio y las autoridades eclesiásticas de la época no acababan de entender bien tus teorías; que no las demostraste con suficiente contundencia, y así, claro, no tuvieron más remedio que condenarte. Parece como si de una discusión académica y educada se tratara; una discusión acerca de si el Sol gira alrededor de la Tierra o si es la Tierra la que gira alrededor del Sol. Imagino cómo te sentirás con esa versión de la historia: un malentendido en un debate científico. Y además, según dicen, parece que se trató de un malentendido recíproco, que tú tampoco hiciste el esfuerzo necesario para entender la posición de tus interlocutores, que fuiste inflexible y contumaz.
¡Qué te van a contar a ti de discusiones y argumentos sobre temas científicos! Si hasta escribiste un libro en forma de diálogos para dar a conocer tu ciencia. Verdaderamente, te gustaba argumentar, de modo que nada era tan propio de tu carácter como razonar incansablemente para dilucidar el modelo consistente internamente y compatible con las observaciones empíricas, se tratara del movimiento de los planetas o de cualquier otro fenómeno físico. Pero no se trataba de eso; se trataba de que, si tus interlocutores no resultaban convencidos por tus argumentos, te arriesgabas, como se arriesgaron otros pensadores obligados a mantener "debates científicos" con el Santo Oficio, a la cárcel, al ostracismo y, en ocasiones, a la muerte. Tú en eso tuviste cierta suerte, te humillaron, pero conservaste la vida. Así que no se trató de un simple malentendido. Ojalá hubiera sido sólo eso.
Imagino que pensarás que a estas alturas las cosas han cambiado y que nadie pone limitaciones a la ciencia y al pensamiento libre; y mucho menos que se utilizan el poder y la coerción para imponer puntos de vista que no se pueden imponer simplemente con ayuda de la razón y del experimento. Y más si llega a tus oídos lo que dicen algunos: que el reconocimiento de que llevabas razón es una prueba de la humildad y la flexibilidad de la Iglesia.
Desde luego muchas cosas han cambiado. Te quedarías asombrado de los descubrimientos que esta especie nuestra ha realizado utilizando, precisamente, el método científico que tú tanto contribuiste a crear. Estoy seguro de que te apasionaría la visión del universo que los científicos, poco a poco, han ido construyendo, el mundo extraordinario de los átomos y las partículas elementales. Te marearían las distancias a las que es posible acceder con nuestros instrumentos, la grandiosa sencillez de muchas de las leyes que rigen el funcionamiento del mundo físico y que explican su enorme complejidad aparente. No darías crédito a lo que te contarían acerca de cómo se transmite la herencia genética, los delicados mecanismos por los que los seres vivos se perpetúan y, al tiempo, evolucionan. Y tantas y tantas cosas. Apreciarías, sobre todo, la imaginación, la inteligencia y la perseverancia que ha sido preciso acumular para llegar a esos resultados.
Pero, ¡ay!, siguen existiendo instituciones que se resisten a aceptar lo que el pensamiento libre va descubriendo, que siguen poniendo todas las trabas posibles a cuanto parezca contradecir sus propias ideas, tanto en lo que se refiere al mundo de las cosas como al de las personas, su organización y sus costumbres. Y que no dudan en utilizar, cuando pueden, el poder temporal, la justicia o la fuerza para imponerse. En nuestra vieja Europa esto último ya es bastante difícil, y no porque los que muestran ahora su flexibilidad hayan comprendido lo erróneo de su posición, sino porque muchas personas como tú, a lo largo de los siglos, han tenido el coraje de defender la razón, la libertad y el laicismo en el pensamiento y la investigación; y a veces han sufrido, pero a la larga han conseguido que esos ideales sean adoptados por el conjunto de la sociedad.
Aun así, no hay avance significativo en nuestra comprensión del mundo, ni innovación social, que contradiga los viejos dogmas que no vea cómo se ponen en funcionamiento las resistencias que tú tan bien conoces. Se trate de la teoría de la evolución natural, obra de otro grandísimo científico británico llamado Darwin, de los métodos anticonceptivos o, ya en el terreno social, de la libertad individual, de la democracia representativa, la separación de la Iglesia y del Estado, el aconfesionalismo en la educación, la igualdad de las mujeres y los hombres, su libertad para disponer de su relación de pareja o de su propio cuerpo, y tantas cosas que te asombrarían y que adoptarías como propias.
En todos esos casos y en muchos otros, los sucesores de quienes te condenaron han intentado poner puertas al campo de la incesante búsqueda de verdad, de emancipación y de conocimiento, en pos siempre de satisfacer la curiosidad, ese rasgo tan genuinamente humano. Y lo han intentado, desde luego, recurriendo al poder legislativo o represivo del Estado cuando han podido. En unas ocasiones han tenido más éxito y en otras menos. Eso sí, cuando ya no había más remedio, cuando su causa estaba perdida por la tenacidad de la gente como tú, han aceptado tácitamente eso que antes era error o sacrilegio, o lo han utilizado sin mayores miramientos. O, como en tu caso, han reconocido, 360 años después, que todo había sido un lamentable malentendido. Lástima que no puedan devolver la vida, la alegría, la libertad o la honra a todos cuantos, por su causa, las perdieron.
Por no hablarte de otras partes del mundo en las que la situación es mucho peor, bastante parecida a la que a ti te tocó vivir. Allí el dominio de iglesias varias sobre la vida, la libertad y la hacienda de quienes se atreven a pensar por su cuenta es total. No sé cuántos siglos harán falta todavía para que nuestro mundo humano se organice de una vez en base, a una serie de valores sencillos pero preciosos, la libertad, la solidaridad, la razón. Nos siguen haciendo falta muchos Galileos, miles de hombres y mujeres que sigan luchando por esos valores y se opongan a toda forma de oscurantismo, intolerancia o fundamentalismo, sea éste en su versión suave o en la más violenta, que de ambas padecemos.
Nada más, querido Galileo. Pese a todo, hoy es un día de alegría para todos los que te admiramos y compartimos tu pasión por la verdad y la libertad. Una alegría tranquila y nada vindicativa, no es nuestro estilo, bien al contrario. Probablemente no te hagas idea de hasta qué punto tu actitud y tu vida han sido valiosas en esa lucha por hacer de este mundo algo más sensato, cultivado, libre y, finalmente, humano.
Gracias de todo corazón.

CAYETANO LÓPEZ. Rector de la Universidad Autónoma de Madrid.
17/11/1992 en “Tribuna” de EL PAÍS


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