miércoles, 6 de marzo de 2019

Después de la muerte

 4 de agosto de 1526, estamos atravesando el Pacífico, regresando de
las Islas Molucas.  

Había cogido la espantosa enfermedad que masacraba a los marineros
en sus largos viajes por mar. Hasta ahora había presenciado cansancio,
palidez, se me había hinchado la cara, esto fue el início. Hace unos
días empecé a sangrar por las encías y me han empezado a salir
manchas en la piel, al igual que se me han caído algunos dientes y el
pelo. Los marineros morimos pagando tributo a la plaga del mar. Pero
no quiero morir tan temprano. He decidido que han de dejarme morir
solo en una isla, concretamente Sarigan y lo conseguí. Mi muerte
quedará datada al día de hoy, 4 de agosto de 1526. En realidad,
no morí este día. Morí mucho tiempo después pero nunca nadie
volvió a verme y en mi estado nadie, ni yo mismo, creyó que iba a
durar más que uno o dos días.


 Después de que me hubieran dejado en tierra firme, casi no podía
moverme y me alimenté únicamente de frutas y vegetales. Pasado
unos días había mejorado de mi enfermedad milagrosamente y ya
no sangraba por las encías. Logré empezar a construir una cabaña
con palos, troncos y hojas de palmeras y grandes arbustos. Servía
apenas para resguardarme de la escasa lluvia y las noches ventosas
aunque el sol estaba casi siempre presente. Ese fue el lugar al que
llamé “hogar” el resto de mi vida. Al cabo de un tiempo estaba
completamente recuperado y empecé a cazar y pescar.

 El tiempo parecía pasar cada vez más despacio y cuando pude descansar, después de
alcanzar mi mejor estado de salud, comencé a fijarme en lo que me rodeaba. Esto ocurrió
una tarde cuando estaba sentado en la arena mirando la puesta de sol, ese día el cielo
estaba pintado de un color rosado y había una línea en la que el azul del cielo y el rosa se
entremezclaban creando un rojo. Podía ver el sol escondiéndose y por otro lado la luna que
empezaba a brillar. En este momento me puse a pensar en cómo habría sido mi vida en
España y lo que al inicio pensé que fueran gotas de lluvia recorrieron mi mejillas, pero
fueron lágrimas causadas por diversos sentimientos. Echaba de menos a mi familia, sin
embargo a la vez me sentía libre como nunca me había sentido antes, aunque solo.

 A los 382 días, ya que llevaba contándolos desde que llegué aquí, decidí que debería
dedicarme a algo porque lo de no poder hablar con nadie se me empezaba a hacer difícil.
Hablaba con los pájaros pero no obtenía respuesta y esto me hacía sentir mentalmente
inestable. Durante este año me dediqué a mejorar la construcción de mi “casa”, construí
paredes y algunos muebles, como una mesa o una silla. Lo que sin duda echaba de
menos era la navegación y como tenía mucho tiempo libre hice una balsa y hacía cortos
viajes sin alejarme mucho de la orilla para distraerme durante el día.

 Un día, el sonido del soplido de una caracola me despertó, durante el tiempo que
estuve aquí nunca había visto a nadie y había explorado la minúscula isla más de
una vez. Me equipé y cogí mis armas hechas con materiales de la isla y el cuchillo que
me habían dejado al abandonarme en la isla. Con cuidado me acerqué lo máximo que
pude a donde ellos estaban. Eran indígenas, los reconocí por su oscuro color de piel y
sus vestimentas. Creo que habían venido en sus barcos poco resistentes, hablaban su
lengua mezclada con español, por eso podía entender algo de lo que decían y parecía
que estaban pensando asentarse en la isla. Decidí observarlos y tratar de saber qué iban
a hacer.

 Al oscurecer volví a mi cabaña pero no pude apenas pegar ojo. Al fin y al cabo acabé
por cerrar los ojos para descansar un rato y cuando los volví a abrir estaba rodeado de
indígenas. Me levanté al instante y estos me miraban con miedo. Estaban tan
sorprendidos como yo al saber que no eran los únicos en la isla. Uno de ellos salió y
llamó al que supongo que fuera su líder, este se acercó y dijo “Komutan” extendiendome
la mano. Apenas nos entendiamos uno al otro pero logramos llegar a un acuerdo. Yo
tendría que formar parte de su tribu para poder quedarme allí y como yo no tenía nada
que perder así hice. Nos hicimos buenos amigos y pasado un tiempo empecé a ayudar
a Komutan a tomar decisiones. Les enseñé lo que sabía y ellos me enseñaron algunos
de sus conocimientos. Durante la vida que me restaba convivimos en armonía.

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