martes, 26 de febrero de 2019

Traición



Dejar atrás a mi mujer, fue tal vez por la intriga que el mar me causaba, o por la necesidad de salir de Sevilla, escapar de un mundo que no daba para más que para soñar. Yo soñaba salir de allí, cruzar los mares que tanto me intrigaban desde pequeño.
El 13 de diciembre, cuando llegamos a Santa Lucía, recibí una carta desde Sevilla, redactada el 20 de septiembre por mi querida Beatriz. Abrí cuidadosamente el lacre con el escudo de mi familia, y leí despacio todas y cada una de las palabras. Apenas sentía nada al leer. Nada. Ni remordimientos, ni extrañaba a mi mujer. Solo al final las palabras de Beatriz eliminaron mi frialdad.  Las últimas frases
me hicieron romper la carta, en mil pedazos para después quemarlos. Sentí rabia, pero al mismo tiempo alivio. “Me estoy volviendo loco”, pensé.
Salí del puerto y busqué, sin saber por qué, un burdel. Me obligué a pensar que tal vez me sentiría mejor traicionando a mi mujer de la misma manera que ella lo hizo. Tal vez el ahogar las penas con algo que me hiciese sentir querido no me haría actuar como un irracional.  Había oído algo sobre mujeres misteriosas, de la tierra desconocida, pero no las imaginaba bellas, tan bellas como la joven que alivió mi angustia, o que al menos me hizo olvidarla durante una noche. Pelo negro, ojos verdes, delgada, sin defectos en el exterior. Ambos sentíamos curiosidad uno por el otro.
Repudiaba a Beatriz, pero no dejaba de pensar en ella, en cómo antes habíamos llegado a ser felices.                                                                                                                                                                      
 Dos días después, recibí una segunda carta, también de Beatriz. Me quedé mirándola como si fuese una bestia de ultramar, o una tormenta que rompe a una nave en dos. Decidí abrirla, sin ningún cuidado esta vez. Palabras de perdón. “La culpa me corroe, sin que me de cuenta”. Parece que escribía pensando que algún día la perdonaría. Seguí leyendo. Lo que había escrito cada vez tenía menos significado para mí y mostraba la desesperación de Beatriz. Se mostraba sola, triste y perdida. Yo, por mi parte, quería volver, pero a la vez quería hacerla sufrir. Tal vez era yo el que exageraba y no ella.
Un año después zarpamos de Santa Lucía. Hasta ese día me volví a encontrar con la mujer misteriosa todos los días, volví a beber y a quedarme sobrio de nuevo. Pero era hora de olvidar, de dejar las cartas, los desamores. De quemar recuerdos antiguas y crear nuevas.
El 28 de noviembre llegamos a un lugar que capturó mi atención, por su belleza y por su peculiar paisaje. Una tierra rota en pedazos. Bajé de la nave junto a un joven grumete que había decidido dar su vida por esta expedición. Caminamos durante algunos minutos hasta que alcanzamos la cima de una colina. El grumete me miraba con curiosidad, intentando descifrar mis pensamientos. Miré al suelo y me reí. “Prométeme que no me dejarás morir sin antes haberla perdonado”. Mi mirada se deslizó entonces hacia el horizonte. El joven se sentía perturbado. “Señor, ¿Cuándo sabré si la ha perdonado?”  Me di la vuelta y fingí no haberle escuchado. Otra pregunta hacía eco en mi cabeza. “¿La iba a perdonar?”.

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