Dejar atrás a mi mujer, fue tal vez por la
intriga que el mar me causaba, o por la necesidad de salir de Sevilla, escapar
de un mundo que no daba para más que para soñar. Yo soñaba salir de allí,
cruzar los mares que tanto me intrigaban desde pequeño.
El 13 de diciembre, cuando
llegamos a Santa Lucía, recibí una carta desde Sevilla, redactada el 20 de
septiembre por mi querida Beatriz. Abrí cuidadosamente el lacre con el escudo
de mi familia, y leí despacio todas y cada una de las palabras. Apenas sentía
nada al leer. Nada. Ni remordimientos, ni extrañaba a mi mujer. Solo al final
las palabras de Beatriz eliminaron mi frialdad.
Las últimas frases
me hicieron romper la carta, en mil pedazos para
después quemarlos. Sentí rabia, pero al mismo tiempo alivio. “Me estoy
volviendo loco”, pensé.
Salí del puerto y busqué, sin
saber por qué, un burdel. Me obligué a pensar que tal vez me sentiría mejor
traicionando a mi mujer de la misma manera que ella lo hizo. Tal vez el ahogar
las penas con algo que me hiciese sentir querido no me haría actuar como un
irracional. Había oído algo sobre
mujeres misteriosas, de la tierra desconocida, pero no las imaginaba bellas,
tan bellas como la joven que alivió mi angustia, o que al menos me hizo
olvidarla durante una noche. Pelo negro, ojos verdes, delgada, sin defectos en
el exterior. Ambos sentíamos curiosidad uno por el otro.
Repudiaba a Beatriz, pero no dejaba de pensar
en ella, en cómo antes habíamos llegado a ser felices.
Dos días
después, recibí una segunda carta, también de Beatriz. Me quedé mirándola como
si fuese una bestia de ultramar, o una tormenta que rompe a una nave en dos.
Decidí abrirla, sin ningún cuidado esta vez. Palabras de perdón. “La culpa me
corroe, sin que me de cuenta”. Parece que escribía pensando que algún día la
perdonaría. Seguí leyendo. Lo que había escrito cada vez tenía menos
significado para mí y mostraba la desesperación de Beatriz. Se mostraba sola,
triste y perdida. Yo, por mi parte, quería volver, pero a la vez quería hacerla
sufrir. Tal vez era yo el que exageraba y no ella.
Un año después zarpamos de Santa
Lucía. Hasta ese día me volví a encontrar con la mujer misteriosa todos los
días, volví a beber y a quedarme sobrio de nuevo. Pero era hora de olvidar, de
dejar las cartas, los desamores. De quemar recuerdos antiguas y crear nuevas.
El 28 de noviembre llegamos a un
lugar que capturó mi atención, por su belleza y por su peculiar paisaje. Una
tierra rota en pedazos. Bajé de la nave junto a un joven grumete que había
decidido dar su vida por esta expedición. Caminamos durante algunos minutos
hasta que alcanzamos la cima de una colina. El grumete me miraba con
curiosidad, intentando descifrar mis pensamientos. Miré al suelo y me reí.
“Prométeme que no me dejarás morir sin antes haberla perdonado”. Mi mirada se
deslizó entonces hacia el horizonte. El joven se sentía perturbado. “Señor,
¿Cuándo sabré si la ha perdonado?” Me di
la vuelta y fingí no haberle escuchado. Otra pregunta hacía eco en mi cabeza.
“¿La iba a perdonar?”.
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