Era el último año de este viaje miserable.
Teníamos hambre, sed, veíamos cosas, yo ya me sentía en las últimas. Pero de
vez en cuando pasaban cosas de vida o muerte que nos daban un ataque de
adrenalina, que me daba otra vez ganas de vivir y volver con mi familia y,
principalmente honrar y hacer historia por mi país. Es sobre uno de
estos
sucesos sobre lo que voy a hablar.
Era invierno, ya habíamos perdido a un
sesenta por ciento de la tripulación, pasamos de cinco naos a dos naos, lo peor
era que habíamos perdido el capitán que hasta ahora nos había guiado siempre.
La tripulación restante, éramos unos cuarenta, estaba muy depresiva y ya creían
que todo se había acabado, pero el viaje después de la muerte del capitán fue
tranquilo durante bastante tiempo, sin embargo eso no hacía que los marinos se
alegraran, porque habían perdido la esperanza, y quizás con razón. Todos
sabíamos que podría pasar algo, estábamos pasando por caminos estrechos entre
isla e isla en las que habian muchas tribus a las que no les gustaba que
estuviéramos en sus tierras y podrían intentar hacernos algo, y así fue.
Habíamos llegado a las islas
Molucas, todo parecía normal, las aguas
cristalinas, el clima tropical, era un paisaje tremendamente paradisíaco,
no creíamos posible que algo fuera malo allí.
Estábamos pasando por un camino muy
estrecho entre dos islas pequeñas, estaba un calor tremendo, y no veíamos nada
por los rayos del sol dándonos en los ojos dejándonos casi momentáneamente
ciegos. La costa de las islas estaba a unos cinco, seis metros de las naos.
De repente, empezamos a ver bolas de fuego
llegando desde las orillas, el pánico volvió a reinar en las naos. Estaba
intentando esconderme y al mismo tiempo disparar hacia lo que fuera que nos
estuviera atacando. Era inútil, era como darle una pistola a un ciego y pedirle
que le dé a la diana, el fuego me secaba los ojos, ya no veía, pero sabía
una cosa, quería vivir y, teniendo en cuenta la situación, no perdería nada con
arriesgar y hacer todo para salvarme.
Corrí en dirección a las llamas y me tiré
en dirección a esas aguas tan bonitas que momentos antes me parecían la cosa
más tranquila y pacífica del universo, pero ahora solo parecía un gigante
cementerio. Caí al agua, mire alrededor, intenté ver si alguien estaba vivo en
la montaña de llamas que yo conocía como Trinidad, pero no, no había ni una
sola alma en ese infierno. Pero al contrario, la nao Victoria, milagrosamente,
se encontraba perfecta, alejándose de esa carnicería, y no sé cómo conseguí
avistar a la cuerda de la sonda náutica, arrastrándose por el agua y supe que
esa sería mi camino para salir de ese caos. Nadé hasta la cuerda, pero llegando
allí supe que no tendría fuerza para subir, por lo tanto, cogí la cuerda, me la
até a la cintura y me dejé llevar.
Cuando me desperté ya estábamos en alta
mar, y me habían subido mis nuevos compañeros de viaje, en la nao Victoria, de
la cual poco después me hicieron capitán.
Con este miserable acontecimiento pasamos
de unos setenta marineros a solamente diecisiete y sabíamos que sería difícil,
pero más que nunca queríamos llegar a casa.
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