Rocé con la
yema de los dedos la superficie del lienzo. Con mi mirada, reseguí las líneas
que definían el contorno de las figuras, admirando cómo unos simples trazos
podían reflejar la belleza de la realidad. Mi memoria, con la ayuda de los
colores cálidos que daban vida a la imagen, recuperó aquellos recuerdos felices
perdidos que solo aparecían cuando observaba aquel cuadro. Mis ojos se anegaron
de lágrimas añorando el lugar de mis recuerdos y, con dolor en la mirada,
aparté la vista.
Hacía muchos
años que había huido de mi país de origen huyendo del miedo, el hambre y la
miseria – era solo una niña – y a mi memoria le costaba recordar la felicidad y
belleza que presencié durante mis primeros años y que me fue arrebatada. Aquel
cuadro era el único capaz de devolverme aquello que yo echaba de menos: mi
hogar.
El día que
el horror invadió la ciudad, el sol resplandeciente iluminaba la ciudad como si
fuera un diamante refulgente lleno de vida y belleza que no podría nunca ser
arrebatada. Pero unos aviones ruidosos cruzaron el azul cielo y, lanzando
bombas, rompieron el fino cristal que protegía nuestra felicidad del exterior.
El pánico se extendió a gran velocidad por la ciudad; la gente gritaba, lloraba
y se ponía a cubierto, esperando encontrar un lugar a salvo, pero nadie sabía
que para aquello no había protección, al menos no en nuestra tierra. Así que mi
familia decidió coger todo lo que teníamos y huir.
El camino
fue difícil; cada vez que hallábamos una
nueva frontera que podía significar nuestra salvación, la entrada se nos era
prohibida y nos mandaban de vuelta al último lugar donde habíamos sido
aceptados: los campos de refugiados. Allí nos quedábamos un tiempo hasta que
volvíamos a iniciar nuestra marcha en busca de un lugar donde retomar nuestra
vida. Todos éramos conscientes de que no podíamos volver.
Tardamos
meses y años en darnos cuenta que nadie nos quería en su tierra. El horror de
la guerra se extendía más rápido que las masas de aquellos que buscábamos
refugio, y todos los que vivían en otros países estaban asustados. El medio no les dejaba abrir las puertas. Al menos eso era lo que yo creía.
Pronto
comprendí que, debido a razones políticas, económicas o religiosas no éramos
bienvenidos en ningún lugar. Les robábamos las casas, los trabajos, el dinero,
la cultura... Todos parecían encontrar excusas para dejarnos fuera y mandarnos
de vuelta, a pesar de que existía una legislación a nuestro favor; una legislación que era ignorada completamente.
A pesar del
hambre, la sed y el miedo, muchos de nosotros guardábamos la esperanza de
conseguir un nuevo hogar, pero poco a poco la desesperación fue arrebatando
nuestros corazones, hasta que ya nadie quiso seguir luchando.
Después de
años de huida, conseguimos un barco que nos llevó a un nuevo país que estaba
acogiendo emigrantes. Ilusionada, creí que por fin alguien nos aceptaba, pero
descubrí, no con mucha sorpresa, que todo era una farsa política en la cual
nosotros éramos el medio por el cual se conseguían más votos en su democracia.
Había mucha gente en ese país partidaria de ayudarnos pero, como nosotros, se
veían incapaces de hacer nada, ya que no tenían el poder suficiente para
arreglar la situación. Muchos políticos se aprovecharon de ello y nos convirtieron
en sus marionetas de usar y tirar.
La mayoría de nosotros fuimos conscientes de la farsa, pero nadie dijo nada;
por primera vez en mucho tiempo nos habían ofrecido un hogar, y nadie iba a
renunciar a aquello.
Al llegar al
país ilusionados y esperanzados, nos encontramos con que una gran masa de la
población no estaba de acuerdo con acogernos, de manera que nos hicieron sentir
como invasores y destructores de su tierra. Poco a poco, la discriminación y el
racismo fueron manchando la rutina de nuestras vidas, hasta conseguir sentirnos
culpables de vivir allí. El lugar que habíamos empezado a llamar hogar se
volvió en nuestra contra, y acabó, de manera consciente,
echándonos de su tierra.
Con el paso
del tiempo nuestros viajes se redujeron, pero sin llegar a encontrar un
verdadero hogar. Sentíamos que nuestras vidas ya no eran nuestras, que gente
tiraba de los hilos de nuestras vidas, como los títeres de una función, y nos
llevaban allí donde les era más conveniente, y no donde verdaderamente
queríamos estar.
Mis últimos
años de vida los pasé en una pequeña ciudad de la costa, donde todo era paz y
tranquilidad, pero nunca llegué a sentirme como en casa. Por aquella razón,
decidí hacer un último viaje a mi tierra, a pesar de que aún estaba en guerra,
solo para poder sentir como era encontrarse de vuelta en mi hogar. Pero cuando
llegué allí todo estaba destruido; la guerra lo había arrebatado absolutamente todo. Nada era como antes, y ya no podía volver al pasado.
Fue entonces
cuando decidí pintar mis recuerdos sobre un lienzo, intentando recordar la
felicidad que tanto echaba de menos. Con trazos de pincel logré representar
aquellas imágenes difusas que se agolpaban en mi cabeza y, al finalizar mi
obra, conseguí recuperar, por fin, todos aquellos recuerdos olvidados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario